Desde siempre, la ilustración fue compañera inseparable de historias. No descarto la idea de que toda imagen, más allá de la connotación que pueda encerrar, acompaña a una historia que es proyectada en cada trazo. Las paredes de una cueva, los diseños en cerámicas, las tramas de un textil y hasta tatuajes conmemorativos, nos cuentan algo a través de su pronunciamiento gráfico.
Desde aquellos trazos en la arena por parte de un aborigen que supo dibujar su relato a un público atento, sentado en una abierta noche alrededor de un fuego escenográfico, hasta los frescos ornamentales en monumentos y residencias, pasando por aquellos monjes iluminadores que ocuparon su tiempo en crear o reproducir ejemplares literarios, mucho antes de la invención de la imprenta, que una vez aparecida, ayudó (y mucho) a la transmisión gráfica, las personas sintieron la tentación de tener a mano una ilustración que ayudara a la visualización y al entendimiento; en definitiva: “A la traducción de una idea.”
La ilustración siempre fue necesaria para aclarar características de un determinado tema, es una forma de transmitir información de un modo concreto.
Entre un pintor, un dibujante y un ilustrador la diferencia entre éstos, es como mínimo, indefinida. En cada uno de ellos prima en su trabajo un estilo sumamente personal e imaginativo, considerándose éste, como sello distintivo y personal.
Pero para mi entender existe una diferencia significativa entre un ilustrador y un dibujante. En general, el ilustrador tiene que presentar un trabajo determinado de acuerdo a especificaciones técnicas previamente estipuladas y dentro de un tiempo especificado de antemano. En mi caso particular, más allá de mi condición de diseñador gráfico, intento siempre que el tipo de ilustración sea acorde al tema a tratar y por supuesto, que su proceso me permita cumplimentar con los tiempos requeridos con antelación. Cuando se plantea una propuesta, no me limito sólo a escuchar lo que un cliente necesita, sino que me encargo de elevar la apuesta ofreciéndole lo que no tenía proyectado conseguir.
Siempre que trabajo en ilustración –en este caso referido a un tema institucional– trato de tener en claro, que más allá del grueso al que va dirigido el mensaje, debo cumplir con aquel público imposibilitado de comprender un discurso escrito, ya sea porque se encuentre incapacitado de leer (menores de edad, individuos con problemas visuales, personas analfabetas, etc.) o simplemente porque no conocen nuestro idioma (extranjeros). Por eso considero que las imágenes tienen que ser congruentes a la transmisión verbal, aunque también sé que en determinados temas, este ejercicio resulta bastante frágil, porque con ello se pierde la prerrogativa del lector a formar sus propias ideas.
Desde aquella originaria impresión sobre ese primer soporte favorable hasta nuestros días, la ilustración ha tomado caminos para nada imaginados hasta hace unas cuantas décadas atrás. Sin importar el medio, su naturaleza sigue siendo la misma y es la de transmitir una idea, acompañar un pensamiento, ayudar a que el discurso tenga un rumbo mas preciso, creando en la sociedad una proyección adecuada y responsable, incluso también, si en el camino uno se permite jugar con la ambigüedad retórica.
En el pasado, los métodos de reproducción limitaban las técnicas y los medios que podían utilizar los ilustradores; en la actualidad, las técnicas de reproducción son tan complejas que pueden hacer frente a cualquier medio que el artista elija.
De un tiempo a esta parte, en el vasto universo de la ilustración, se fueron incorporando -y a pasos agigantados-, herramientas que dieron nacimiento a lo que hoy llamamos Gráfica Digital, tema del que trata particularmente esta entrada.



